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Norma y Tiempo

del Dr, Raúl Alberto Ceruti

(Pequeño manifiesto de un abogado del Estado)

I

Memoria, recuerdo y asunción.

​¿Tiene memoria la ley? ¿De qué modo recuerda sus precedentes? ¿De qué modo introduce las consecuencias de sus decisiones anteriores a las por decidir?

​Si entendemos a la norma como tal, externa al conflicto al que pretende aplicarse, autosuficiente, entonces la ley no puede recordar. No puede recordar ni los motivos ni los fines de su dictado, ni puede recordar las luchas o los gritos por los que o a los que pudo dar lugar.

​La norma suelta, mera técnica de poder desgranada de un manual de gestión, no tiene historia, no tiene recuerdo, no tiene memoria. Simplemente espera descargarse.

​Esta descarga, en la estructura de la Administración Pública, logra sustituir historia por jerarquía, lucha por subordinación y expectativas por mezquindad.

​En cambio, si entendemos la norma como producto y herramienta de las aspiraciones y deseos de pueblos, naciones y personas, la variable del tiempo va produciendo modificaciones, dejando huellas y cicatrices sobre su dictado, desarrollo, aplicación y permanencia.

​La visión extática del Derecho entiende a la norma como hecho dado y aislado, retraído a un páramo estéril e ideal, y consecuentemente, sólo pide de sus cultores adoración y sostenimiento, y de sus ejecutores, mera gestión y aplicación.

​¿Qué rol puede caberle en este entendimiento a la elaboración de normas, a las decisiones jurisdiccionales, a las voluntades de transformación? ¿Qué rol ocupa en este entendimiento el Poder Legislador, el Poder Judicial, el Poder Ejecutivo?

​ Hay una extática del Derecho que equivale a una extática del Poder. Se trata de la continuidad de los órdenes, de la conservación de los órdenes, de la conversión de toda pretensión a la de la verticalidad. Estructura de poder vertical e irreflexiva, se cierra sobre sus propios circuitos burocráticos, evitando y hasta impidiendo la participación popular. 

​El Estado, y consecuentemente, su canal de expresión, el Derecho, cuya historia solemos hacer desde la fuerza a la legitimidad, desde la arbitrariedad a la razonabilidad, desde la discreción a la participación, aún no se desembaraza de los términos del poder, como una emanación del poder, cuyo origen, en última instancia le corresponde a Dios o a la Naturaleza o la Razón. Siempre por encima y por afuera del hombre.

​El poder se ejerce sobre las personas como una institución derivada de la posesión sobre las cosas. Se asimila la política al dominio y la economía al impedimento, la política a la abundancia y la economía a la escasez. De esta forma, los pocos y autoproclamados “mejores” imponen su modelo de exclusión al resto. 

En este sentido, ningún derecho es más fácil de defender que el derecho de propiedad, ya que la propiedad es menester haberla antes de defenderla. De esta facilidad y sólo de ella surge su suerte de sacralidad, de derecho de derechos o derecho modelo, respecto del cual el paso del tiempo no debe alterar un ápice.Por ello la perplejidad que aún accede a numerosos cultores y operadores del Derecho, respecto de la estructura, generación, legitimidad y procedimientos de los derechos humanos.

De allí que tampoco se asuma la dimensión del sufrimiento (un dolor provocado a lo largo del tiempo) sino sólo la del daño (una pérdida o ruptura que supone un cambio de situación en las asignaciones).​

De allí, que se intente configurar la función del Derecho Administrativo para los abogados del Estado como protectiva de los recursos de la Administración, como una mera Procuración del Tesoro.

El paso del tiempo no sólo genera intereses. El paso del tiempo modifica los hechos y las personas. Nos hace conscientes de nuestra mortalidad, de la fugacidad del poder, y de la fragilidad de nuestro mundo. El paso del tiempo exige entonces una política de la carencia y una economía de las posibilidades, exactamente inversa a la actual política del dominio y economía de la escasez.

Un Estado democrático no puede continuar siendo entendido como una emanación y distribución de poder, sino como un reconocimiento y administración de debilidades. De modo tal que la política señale la administración de las limitaciones humanas, haciendo ingresar a la economía en la abundancia y diversidad de sus recursos y herramientas. A fin de que los muchos e “iguales”, optimicen los medios a su disposición para el mejor desarrollo de sus distintas y valiosas personalidades.

De esta forma la Ley comenzaría a tener historia y no sólo antecedentes, las sentencias judiciales comenzarían a tener memoria y no sólo precedentes, y las decisiones administrativas comenzarían a tener conciencia (recuerdo), y no sólo adecuación.

II​

La división de poderes y el signo.

​Si el Poder Constituyente establece el Código en el que habrán de entenderse las formaciones de signos, el producto del Poder Legislativo, la norma general, sería a sus efectos una Primeridad. Esto es, el primer aspecto a considerar, antes de su constatación en la existencia o su estructuración en la ley (aquí, mencionada en sentido peirciano del término, como interpretante, en tanto método para detectar/reconocer/instituir la existencia de un signo, referido a un Código al que convoca a tal efecto).

La Segundidad, el choque de la forma con la existencia, allí donde la existencia tiene vinculación inmediata con la forma, es bajo la modalidad de la sentencia, producto del Poder Judicial, que intenta traducir/introducir/invocar la norma general a través de las acciones desplegadas en el caso particular.

Por último, la Terceridad, el advenimiento del interpretante en tanto tal, que constituye el establecimiento de sentido y por así decir, traduce el código a la forma bajo la modalidad de actos administrativos generales y particulares, es el ámbito propio del Poder Ejecutivo.

La Primeridad (Poder Legislativo) genera una hipótesis (norma) a corroborar en un hecho (sentencia emanada del Poder Judicial- Segundidad) y a desarrollar en una actividad – Terceridad (Poder Ejecutivo). 

Esta distribución de los elementos del signo puede parecer novedosa. Sin embargo de ello, siguiendo la descripción que Charles Sanders Peirce hace de cada elemento y tomando en consideración la metodología impartida por Magariños de Morentín, deviene justificado.

En efecto, la norma expresada por la ley es la sensación primaria que atraviesa la sensibilidad jurídica (la “norma en sí”), cuya yuxtaposición supone un contacto existencial con ella (su imputación a un hecho o sujeto determinados por medio de las sentencias). Finalmente, con tales perspectivas a la vista, el interpretante lleva a cabo sus decisiones, omisiones e indecisiones (su puesta en función reglamentaria y proyectiva mediante las políticas de gobierno), realizando el acto determinado por ella, en función del código que le subyace y sostiene.

Este juego de relaciones entre poderes y signos es infinito ya que cada uno de ellos es alimento y causa de los otros dos. Así, el Poder Legislativo asimilando como insumos los efectos logrados o no de sus normas a través de la aplicación efectuada por el Poder Ejecutivo, o de las interpretaciones o conflictos que tuvieran lugar a través de los casos llevados a resolución del Poder Judicial, dictará una nueva norma a fin de ser aplicada e interpretada nuevamente, a fin de deshacer la anterior, o de hacerla más firme, dura o efectiva. Esta “semiosis ilimitada” vuelve a hacer imperiosa la necesidad del tejido de redes para la aplicación de la norma, redes horizontales que permitan la participación ciudadana incluso en la generación de decisiones administrativas.

Entender al Poder Legislativo como portador de la Terceridad sería reducir dicha infinitud a sólo una de sus clases más insidiosas: La del círculo vicioso. En efecto, haría que el Poder Legislativo hiciera de sus propias normas la aplicación, interpretación, derivación, consulta e insumo para llevar a cabo el dictado de sus propias normas. Este círculo vicioso vuelve nuevamente extático el discurso y la investigación jurídica, para mayor gloria de la escuela analítica, cuyas habitaciones sólo lindan con una primera mayor y una menor a fin de construir el único silogismo asimilable.

III

La división de poderes y el tiempo.

​Sólo al denominado Poder Constituyente le es dada la ilusión del “para siempre”. Su construcción, presunción y proyecciones, en cuanto suponen el acto fundacional de una determinada forma de gobierno, le otorgan esa licencia. El Poder Constituyente se mueve en la Historia.

​El Poder Legislativo se mueve en la Impresión, volcando en normas las pautas generales de la prospectiva política de acuerdo a intuiciones y señales acordadas e intuidas en un momento y lugar determinados.

​El Poder Judicial se mueve en la Memoria, llevando la ley al caso, procurando integrarlo a la coherencia de decisiones anteriores, de referencias anteriores, de requisitos y procedimientos anteriores.

​Por su parte, el Poder Ejecutivo se mueve en el Recuerdo,  debido a que es quien debe actuar ante todas las situaciones críticas o de emergencia, marcando el primer paso a seguir a su respecto; en la intervención, ya que es el que ejecuta sobre personas, empresas y patrimonios, las decisiones jurídicas que los afectan; y en el hábito, debido a que constituye la representación del poder por excelencia, en la administración general de las instituciones públicas, manteniendo una estructura organizativa que le permita realizar sus objetivos en todos los ámbitos para los que se prevé su competencia.

​Si el Poder Constituyente establece la dirección correspondiente a los derechos humanos, el Poder Legislativo debe introducir en el orden jurídico los caminos a recorrer, el Poder Judicial señalar las paradas y los hitos correspondientes, y el Poder Ejecutivo a abrirles paso.

​El Poder Legislativo sólo actúa al momento de la sanción de una norma; y el judicial, a instancia de parte o de oficio pero siempre respecto de un caso particular. De los tres poderes, sólo el Ejecutiva actúa en forma permanente y constante. 

De allí que al Poder Ejecutivo corresponda el reproche máximo por inacción, ya que su pasividad abandona la dirección, destroza los caminos e inutiliza las guías. La falta de respuesta del Poder Ejecutivo, en tal sentido, configura una vía de hecho denegatoria de la pretensión o el derecho que se le exige comprender o garantizar, y como tal, resulta violenta.

​El Poder Ejecutivo, obligado a la acción, no debe pretender coherencia interna ni adecuación lógica con sus propios dictados anteriores, sino antes bien, debe propender a la superación del sistema jurídico en orden a la paulatina satisfacción de los principios los derechos y las garantías.

​Se trata, usando una metáfora musical, de la diferencia entre la reproducción de las mismas notas y la consonancia, en la que se pulsa una nueva nota, cuya voz viene a integrarse al acorde predispuesto, bajo continuo y armadura en clave correspondiente a su partitura.

​Pretender la más rígida coherencia interna en la faz administrativa, resultaría en una política conservadora. Perseguir o consolidar la adecuación lógica de sus decisiones a un catálogo de respuestas predeterminadas resultaría en una parálisis argumentativa. Y controlar la consonancia con sus propios dictados anteriores resultaría en la fijación del horizonte, con la consecuente aniquilación del movimiento.

​La adecuación de las decisiones del Poder Ejecutivo corresponde ser establecidas de acuerdo al Código, al horizonte trazado por los tratados internacionales de derechos humanos, por la Constitución y por las leyes que regulan los fines y competencias de los ministerios de gobierno. Su impartición de justicia, en término de la teoría axiológica, es de “llegada”, no de “partida”. 

​La visión que la modernidad ha pretendido dejarnos acerca del Derecho y de las normas opone la política como incerteza, y a la técnica como seguridad. ​Se olvida de este modo que siendo el Derecho una construcción histórica, y sin embargo ejercitarse como estática y manifiesta, donde posea un mandato constitucional o convencional, cualquier inacción es atraso, cualquier omisión es retracción y cualquier negativa a actuar por parte del Poder Ejecutivo es incumplimiento.

​Se repite aquí nuevamente la relación entre el exceso (política) y el defecto (técnica), como voluntad y saber, análogos al dominio (de nuevo la política) y el impedimento (economía) que analizáramos en el punto I.

Cuando el conflicto sólo puede ser resuelto por el Poder Constituyente, es porque lo que deviene necesario es una ruptura, no ya una simple discontinuidad. Una ruptura que supone el cambio de código y consecuentemente, de la institución de un nuevo interpretante.

Cuando el conflicto corresponde sea resuelto por el Poder Legislativo, es porque hacen falta otras maduraciones, más lentas aún y esforzadas, a fin de movilizar la consciencia de tal modo que un reclamo de transformación suponga ya la transformación, devenga necesaria en su mera descripción, y suponga a su respecto una cierta discontinuidad.

Cuando el conflicto llegó al Poder Judicial es porque ya transcurrió el tiempo de actuar y lo que resta llevar a cabo es minimizar los daños de esa pérdida de tiempo. En sede jurisdiccional corresponde el acercamiento de la promesa a la existencia, devolviendo su dinámica a la norma, y recuperando al ser para la memoria.

El Poder Ejecutivo es aquel que, en tanto garante de la continuidad,precisamente no sabe si no actúa. Y debe actuar rápidamente, incluso para corregir sus propios errores. El Poder Ejecutivo tiene la unción y la presión de la inmediatez. Es el que está allí para abrir el contexto de posibilidad de los derechos, presentados, encaminados o canalizados a través de la norma.

Permitir, por ejemplo, la liberación de una partida presupuestaria para hacer lugar al pedido de una intervención sanitaria, no sólo supone cumplir con el fin para el cual está determinada la existencia del Estado, sino que incluso supone evitar mayores, concomitantes y futuros gastos sociales que a los que cabría enfrentarse en caso de negativa por no cumplimiento de determinados procedimientos o requisitos formales.

​Así, una interpretación normativa que lesiones, altere, restrinja o amenace un derecho reconocido por los tratados internacionales y la constitución nacional, corresponde sea inaplicada, con el debido fundamento, aún en sede administrativa; y en cambio, una interpretación que diversifique y multiplique las posibilidades de su desarrollo, es la que debe elegirse en cada caso.

​Colocar las carencias (y no el dominio) en el centro la determinación de lo político y extremar las facultades en el ámbito de lo técnico para su superación y consideración, supone el único modo de realizar los derechos no sóloconsagrados sino más bien deseados por nosotros, en tanto que ciudadanos, en tanto que sujetos de una red de vínculos y de distancias. A fin de que la cadena se ANUDE por lo más delgado.​

Raúl Alberto Ceruti

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